Crónica de un desastre
Hay noches que me sueño flotando en el mar rodeado de pescados muertos. El agua está calmada y empiezo a recogerlos. Cuando voy a coger el último, algo me muerde y todo se pone negro. Entonces me despierto sudando. Tengo esta pesadilla recurrente desde el día en que me salvé de ser devorado por un tiburón.
Fue el 8 de agosto de 1968 a las 10:30 de la mañana. Yo tenía 18 años y no había ido a la escuela porque el Liceo Celedón estaba en paro.
Salimos de Taganga antes del amanecer con mi tío y seis pescadores más a bordo del “Isaura” un barco del que decían por su tamaño y porque dañaba todos los motores, que lo había hecho su dueño en siete días, ayudado por las ánimas del purgatorio.
Cuando llegamos al Parque Tayrona, desayunamos y salimos para el Caño de la Makuaka, una ensenada peligrosa porque la corriente estrellaba las embarcaciones contra el filo de las piedras.
Había bonanza y mi tío alistaba los tacos de dinamita con los que íbamos a pescar. En esa época pescar con dinamita era fácil porque se sacaba más pescado, pero el mar sufría y los pescadores también. A cada rato alguien se volaba los dedos, o una mano, o quedaba sordo, tuerto… o muerto.
Mi tío me llevó porque era el único que podía bucear a pulmón bajo el agua. Ese jueves, no se me olvida el día, él empezó a tirar la dinamita al mar desde lo alto de una montaña. En el “Isaura“ oíamos la explosión y veíamos el agua salpicar. Cuando algunos jureles muertos empezaron a flotar escuchamos el chiflido de mi tío, era la señal para que un pescador y yo recogiéramos la pesca. El mar estaba rojo de la sangre porque la dinamita les revienta las agallas a los pescados.
Yo también estaba rojo, embadurnado de sangre, pero en la emoción cogía los pescados sin saber lo que me esperaba. Entonces, algo me rozó la espalda. Al principio pensé que era una morena porque a veces salen a comerse el pescado muerto, pero cuando volteé vi una sombra grande que venía hacía mí y me cogió por la cabeza. Todo se puso oscuro y sentí el cuello envuelto en un alambre de púas. Lo que me había atrapado me llevaba para lo hondo.
Me agarré fuerte y pude sentir su piel áspera. Trataba de aguantar la respiración, pero me estaba ahogando. El animal me había tragado al confundirme con un jurel y se estaba atorando conmigo. De repente, así como me cogió, me soltó. Entonces pude verlo, era un tiburón gris, grande, como de tres metros. Le vi las aletas y vi que iba rápido hacia el acantilado para darse la vuelta y terminar de joderme.
Salí a coger aire y busqué la canoa con la vista. El viejo estaba pálido, también había visto al tiburón. Empecé a nadar, pero el miedo a un mordisco me había aflojado las piernas. Como pude llegué a la canoa y él me sacó del agua. Sentí en el pecho el calorcito de mi propia sangre. Tenía mucha sed.
Cuando me subieron al Isaura me salía sangre del cuello y de la cabeza. Los pescadores y mi tío me miraban con lástima, así que me envolvieron el cuello en una camiseta y me pusieron a la sombra. En el afán por regresar, el motor del bote no prendía. Finalmente encendió, pero el regreso tomó como tres horas. Cuando llegamos a la Bahía de Taganga y me bajaron, la gente se amontonó para verme. Yo me sentía débil y los oía decir que me iba a morir. De ahí me llevaron al hospital de Santa Marta, donde me pusieron sangre y me cosieron las heridas. Nunca me desmayé, pero los doctores dijeron que, si nos hubiésemos demorado más, no te estaría contando esta historia. Al otro día fui noticia en El Informador, el periódico samario.
Muchos años después iba tranquilo en un bus para Ciénaga, llevaba en las piernas una pecera con pescaditos de acuario y de pronto sentí un dolor fuerte que me arrugó el pecho… no me llevó el tiburón, pero casi me lleva un infarto.
Fue el 8 de agosto de 1968 a las 10:30 de la mañana. Yo tenía 18 años y no había ido a la escuela porque el Liceo Celedón estaba en paro.
Salimos de Taganga antes del amanecer con mi tío y seis pescadores más a bordo del “Isaura” un barco del que decían por su tamaño y porque dañaba todos los motores, que lo había hecho su dueño en siete días, ayudado por las ánimas del purgatorio.
Cuando llegamos al Parque Tayrona, desayunamos y salimos para el Caño de la Makuaka, una ensenada peligrosa porque la corriente estrellaba las embarcaciones contra el filo de las piedras.
Había bonanza y mi tío alistaba los tacos de dinamita con los que íbamos a pescar. En esa época pescar con dinamita era fácil porque se sacaba más pescado, pero el mar sufría y los pescadores también. A cada rato alguien se volaba los dedos, o una mano, o quedaba sordo, tuerto… o muerto.
Mi tío me llevó porque era el único que podía bucear a pulmón bajo el agua. Ese jueves, no se me olvida el día, él empezó a tirar la dinamita al mar desde lo alto de una montaña. En el “Isaura“ oíamos la explosión y veíamos el agua salpicar. Cuando algunos jureles muertos empezaron a flotar escuchamos el chiflido de mi tío, era la señal para que un pescador y yo recogiéramos la pesca. El mar estaba rojo de la sangre porque la dinamita les revienta las agallas a los pescados.
Yo también estaba rojo, embadurnado de sangre, pero en la emoción cogía los pescados sin saber lo que me esperaba. Entonces, algo me rozó la espalda. Al principio pensé que era una morena porque a veces salen a comerse el pescado muerto, pero cuando volteé vi una sombra grande que venía hacía mí y me cogió por la cabeza. Todo se puso oscuro y sentí el cuello envuelto en un alambre de púas. Lo que me había atrapado me llevaba para lo hondo.
Me agarré fuerte y pude sentir su piel áspera. Trataba de aguantar la respiración, pero me estaba ahogando. El animal me había tragado al confundirme con un jurel y se estaba atorando conmigo. De repente, así como me cogió, me soltó. Entonces pude verlo, era un tiburón gris, grande, como de tres metros. Le vi las aletas y vi que iba rápido hacia el acantilado para darse la vuelta y terminar de joderme.
Salí a coger aire y busqué la canoa con la vista. El viejo estaba pálido, también había visto al tiburón. Empecé a nadar, pero el miedo a un mordisco me había aflojado las piernas. Como pude llegué a la canoa y él me sacó del agua. Sentí en el pecho el calorcito de mi propia sangre. Tenía mucha sed.
Cuando me subieron al Isaura me salía sangre del cuello y de la cabeza. Los pescadores y mi tío me miraban con lástima, así que me envolvieron el cuello en una camiseta y me pusieron a la sombra. En el afán por regresar, el motor del bote no prendía. Finalmente encendió, pero el regreso tomó como tres horas. Cuando llegamos a la Bahía de Taganga y me bajaron, la gente se amontonó para verme. Yo me sentía débil y los oía decir que me iba a morir. De ahí me llevaron al hospital de Santa Marta, donde me pusieron sangre y me cosieron las heridas. Nunca me desmayé, pero los doctores dijeron que, si nos hubiésemos demorado más, no te estaría contando esta historia. Al otro día fui noticia en El Informador, el periódico samario.
Muchos años después iba tranquilo en un bus para Ciénaga, llevaba en las piernas una pecera con pescaditos de acuario y de pronto sentí un dolor fuerte que me arrugó el pecho… no me llevó el tiburón, pero casi me lleva un infarto.
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